Esta semana se estrena La
noche más oscura, la nueva película de Kathryn Bigelow, la primera cineasta
mujer en ganar un Oscar –en 2010, por Vidas al límite–. Bigelow vuelve a elegir
la guerra como tema, pero esta vez en versión casi documental: filma la búsqueda
y captura de Osama bin Laden. La decisión de mostrar una larga escena de
tortura a un prisionero durante la primera mitad de la película causó un debate
que no cesa, desde el regreso de la teoría de la defensa nacional que los
franceses “inventaron” para Argelia e Indochina hasta su justificación como
tarea de inteligencia en series como 24, pasando por quienes creen que la
directora está suscribiendo el uso de la tortura o apenas mostrándolo como un
hecho insoslayable. Radar repasa cómo ese debate tomó forma y furia en los
medios norteamericanos. Además, una contundente toma de posición de José Pablo
Feinmann en contra de la película de Bigelow y del retrato heroico que hace de
los agentes de inteligencia mostrándolos como guerreros de la democracia.
LA DONCELLA Y LA MUERTE
José Pablo Feinmann
Cuando los militares bolivianos cometieron la –para ellos– hazaña de matar
a Ernesto Che Guevara, se sintieron orgullosos. Tanto, que lo mostraron al
entero mundo en el piletón de Vallegrande. Ahí estaba el invencible Che,
muerto. Ahí estaban ellos, vivos y vencedores. Que el Che, con su milagrosa
sonrisa, con sus ojos, aun muerto, abiertos, les arruinara la fiesta, al punto
de que el mundo vio al más bello muerto de la historia rodeado de sus asesinos
y burlándose de ellos con su sonrisa, con sus ojos pícaros, tal como los tenía
cuando andaba de un lado a otro por el planeta, es otra cuestión. Los militares
reprodujeron el famoso cuadro de Rembrandt sobre la lección de anatomía:
señalaban que los balazos habían entrado por aquí y por ahí y por allá. Ahora
viene la pregunta que todos (menos los norteamericanos) se han hecho: ¿alguien
vio muerto a Osama bin Laden? Nadie. Y si esperan verlo en la película de
Bigelow, olvídense. Van a ver un poco de cierta barba blanca y los orificios de
una nariz con algún toque de sangre. ¿Alguien vio cuando lo tiraron al mar?
¿Tomaron fotos de algo sus sacrificadores? Nada. Y cuando llegó la noticia del
eterno ocultamiento en el mar todos –en la Argentina y en muchos países del
mundo– dijeron: mentira, nos toman por idiotas. O no lo mataron o lo mataron
hace tres o cinco años y recién ahora (vaya uno a saber por qué) la CIA nos lo
hace saber.
Tomarnos por idiotas es lo que se proponen, pero en concepciones
conspirativas de la historia los argentinos somos maestros. ¿Por qué nos
escamotearon a Osama? ¿Por qué lo tiraron al mar? ¿A quién tiraron al mar? ¿No
tienen una foto para mostrarnos? ¿En la palabra de quién tenemos que creer que
semejante archivillano ha sido abatido y el vencedor es parco en exhibir y
probar exhaustivamente su triunfo y hasta su gloria? Además, ¿alguien cree
todavía que el acontecimiento histórico universal de las Torres Gemelas no tuvo
aliados internos? 1) Legitimó el triunfo electoral de Bush, que había sido todo
menos transparente. A partir de ahí se transforma en el líder de la nueva
cruzada: The President takes charge, dicen entusiastas varios magazines; 2) Se
legaliza la guerra contra Saddam Hussein y la invasión a Irak. Guerra que
todavía continúa y que ya ha tenido un costo de vidas altísimo. Y que ha
recurrido a la tortura (tarea de inteligencia) y ha instalado innúmeros campos
de concentración, no detectables por los satélites pues sólo los tienen EE.UU.
o sus buenos aliados del Occidente capitalista y cristiano. La guerra de Irak
está sostenida por el ataque a las Torres. Y la tortura sigue siendo (y seguirá
siendo) la más efectiva de las tareas de inteligencia. Por si hiciera falta: la
película de Bigelow lo demuestra. Ya lo había demostrado la casi intolerable
Unthinkhable y el fanático agente Jack Bauer en 24 de la cadena Fox, propiedad
del derechista Rupert Murdoch, zar de los medios. Ahí se entroncan los medios
con los guerreros de la democracia, tortura mediante.
LAS LÁGRIMAS DE LA
COMANDANTE
Los norteamericanos no inventaron esto. Fue obra de los franceses. En
Indochina y en Argelia impusieron la teoría de la Defensa Nacional. Su
herramienta principal de inteligencia: la tortura. “La legalidad es incómoda,
coronel”, heroicamente le dice un periodista francés (que, sin duda, había
leído a Sartre) al coronel Mathieu. Su respuesta (notable) ya es bastante
conocida: “La cuestión no es la tortura. La cuestión es si Francia se queda o
no en Argelia. Si se queda, no me pregunten por los métodos que utilizo para
lograrlo”. La valiente, obstinada agente de la CIA Maya (la actriz Jessica
Chastain, que ganará su Oscar pese a su voz poco atrayente, aguda hasta un poco
más allá del registro de una gran actriz) podría decir a quienes la denuesten:
“La cuestión no es la tortura. Es si ustedes quieren o no que atrapemos a
Osama. Si lo quieren, no me pregunten por los medios que utilizo para
conseguirlo”. Porque en el film de Bigelow los medios por los que se atrapa de
Osama son: 1) La terquedad de la agente Maya. Su obstinación casi enfermiza.
“Los de Washington dicen que es una asesina”, le comenta un hombre del
Departamento de Estado a otro. Así nomás, al pasar. Maya, la heroica y terca
protagonista, es una asesina según las altas fuentes de Washington. Luego Maya
presencia las torturas y aunque algún mohín de disgusto expresa su linda cara,
de ningún modo intenta impedir ninguna atrocidad. Las atrocidades de las
torturas mienten. La principal y casi única es la que aquí conocemos como “el
submarino”. ¡Qué piadosos los de la CIA! ¿No averiguaron los métodos de
inteligencia de los militares argentinos? El empalamiento, la picana, la
tortura delante de los hijos, la violación de las mujeres, el robo de los
bebés, el asado de los prisioneros, vivos o muertos, los vuelos de la muerte,
etc. O sea, Bigelow muestra una tortura light.
Sin embargo, su fiel torturador dice una frase decisiva ante el capo de la
CIA (James Gandolfini): “Todo esto se basa en informes de los presos. Hay un 60
por ciento de posibilidades de encontrar a Osama”. Maya (que comparte la idea
de que todo se basa en el testimonio de los presos) dice, contundente, “Hay un
ciento por ciento. O, para no asustar sus cojones, caballeros, digamos un 95
por ciento. ¡Pero es un ciento por ciento!”. ¿Quién es Maya, personaje que se
devora el film con su omnipresencia, de la que podría afirmarse sin dudar que
atrapa a Bin Laden por su perseverancia casi inverosímil? Maya (y aquí va la
bomba) es el alter ego de Bigelow. “Si yo hago la película, yo lo atrapo.”
¿Quién es Kathryn Bigelow? Filmó siempre películas de hombres. Estuvo casada
con James Cameron, detalle que algo tendrá que ver en la totalidad de nuestro
análisis. Su film anterior fue una glorificación de los desactivadores de
bombas, todos héroes, todos sacrificados, todos tipos que arriesgan sus vidas por
salvar las de los otros. Bigelow es uno de los grandes personajes de Hollywood,
es (según creo) bellísima, y ya pasó los sesenta. Tiene cara de inteligente, de
mujer brillante, corajuda. Es patriota. Y atención: uno de sus próximos
proyectos es hacer un film sobre la Triple Frontera a la que llenará de
narcotraficantes, fundamentalistas islámicos y drogones miserables, despojos de
la vida que nada valen.
Volvamos a Maya. Todos están en contra de su obstinación por ir tras Bin
Laden. Un personaje comenta: “Es ella contra el mundo”. Sin embargo, aparte de
su patriotismo agobiante, nada parece justificar (internamente) esa
perseverancia. Maya es sensible. Maya es dura. Se enfrenta al mundo masculino y
hasta llega a reventar a gritos a un tipo que se le opone (gran escena de
Jessica Chastain que proyectarán si le dan el Oscar, recuérdenlo). La película
se centra más en ella que en el misterio Osama, en el despliegue de
inteligencia, o en la acción impresionante de las fuerzas de ataque. ¿Por qué
llora Maya al final del film? ¿Por qué el film cierra con un plano medio de
Maya derramando breves, pero dolorosas lágrimas? Tal vez, conjeturo, porque
comprende que el sentido de su vida ha muerto con Osama. Tal vez porque sabe
que mintió. ¿Alguien puede imaginar qué habría sucedido si Maya destapa la
bolsa mortuoria de Osama, lo mira, mira a sus compañeros y niega con su cabeza
en lugar de afirmar? ¿Era posible una actitud así en una mujer que había
arrastrado al poder más grande de la Tierra hacia una zona inhallable donde no
estaba lo que debía estar, lo que ella había dicho (con el ciento por ciento de
su obstinación) que estaba? Llora por eso. Porque mintió. Porque será imposible
exhibir algo de Osama al mundo y probar la hazaña. Porque habrá que sepultarlo
en el mar, escamotearlo, esconderlo para la eternidad. Y si no que alguien diga
por qué llora esa mujer tan dura, una “asesina”, una comandante de hombres, una
convencida de los beneficios de la tortura.
UNA BANDERA PARA LA GUERRA
Decir que el film está bien hecho es un pleonasmo. Bigelow dirige bien y
tiene –aquí– a toda la CIA y a todo el gobierno de los EE.UU. de su parte.
Aunque se inicia con un contraste burdo, indigno de cualquier artista, pero
perfecto para justificar la tortura. Pantalla en negro y de a poco empezamos a
escuchar los gritos de los que habitan las Torres cuando se produce el
atentado. Es el horror, por supuesto. Pero ese horror está puesto exactamente
ahí para que la película pueda abrir con una escena brutal de tortura. ¿Ven?
Aquí está la consecuencia inevitable del atentado. Fue porque nos agredieron
que hacemos algo que no haríamos. Nos forzaron. Nos obligaron a hacer cosas que
John Wayne jamás habría hecho, aunque las haría de estar en nuestro puesto,
como vengadores de la injuria más grande que América ha recibido.
Confieso –casi dando un salto en el desarrollo del film– que el ataque
final a la morada del Villano no me impresionó como lo esperaba. Ocurre de
noche. Las luces salen de los súper cascos de los súper soldados. Hay tiros a destajo,
muertos, idas y venidas, hasta que parece que matan a alguien (al que casi no
se ve) que es Osama. A partir de aquí, lo ponen en una bolsa, lo llevan a un
helicóptero y luego a un avión en que aguarda Maya, quien dice –con apenas un
leve movimiento de cabeza– que sí, que es él.
La película ha generado furias de todo tipo. El progresismo norteamericano
(que existe, y ya lo creo que existe; sobre todo, claro, en Nueva York) no le
ha perdonado nada a Bigelow. Naomi Wolf le ha enviado una carta personal. La
carta es dura y no se ahorra nada. Ni siquiera el símil Bigelow-Riefensthal que
resulta evidente para muchos de los que ven la película. ¿Quién es Naomi Wolf?
Tiene un peso, un, por decirlo así, predicamento entre los sectores
progresistas norteamericanos que la autoriza a decirle a Bigelow lo que
abundantemente le dice. Anda por los cincuenta años, nació en San Francisco y
su último libro es un éxito de ventas. Se llama The End of America. Postula que
su país está muriendo por incurrir en la negación de sus valores tradicionales,
los de la democracia. Que se está deslizando hacia el fascismo utilizando como
pretexto el acontecimiento del nine eleven que ha llevado a primer plano a
todas las fuerzas conservadoras y les ha dado una bandera de lucha, una bandera
para la guerra con el argumento falaz e infundado de defenderse de un segundo
ataque. (Ver: Antes de que nos ataquen de nuevo, de Bruce Ackerman, y
Terrorismo y Contraterrorismo, un libro apoyado por la marina argentina.
También The Real America, ese horrible manifiesto de Glenn Beck. Y para
vacunarse contra esta catarata autoritaria siempre está el notable La otra
historia de los Estados Unidos de Howard Zinn.) Pero The End of America es un
libro apocalíptico. Al menos para eso que los norteamericanos piensan de sí
mismos y de aquello que quieren seguir siendo. Ya no seguirán siendo eso, dice
Wolf. Si presenciamos el fin de “America” es porque su corrimiento hacia las
leyes del fascismo parecen ser inexorables, ya que Obama, en el aspecto de la guerra
contra el terror, no se ha diferenciado esencialmente de los republicanos. Le
exige a Bigelow que presente las pruebas que la llevaron a filmar su apodíctico
film. “Querida amiga –le dice–, presenta tus fuentes. Muestra tus pruebas de
que la tortura produjo información que salvó vidas o de cualquier otro tipo.
Pero no puedes presentar pruebas de esta información. Porque no existen. Cinco
décadas de investigación, citada en el documental de 2008 The End of America,
confirma que la tortura no funciona. Robert Fisk suministra otro resumen de esa
categórica conclusión. Y este informe de 2011 de Human Rights First refuta la
principal premisa de Zero Dark Thirty.” Y éste es el punto axial de la
discusión. Aun cuando se acepte dejar de lado el aspecto moral, ¿sirve la
tortura para obtener información, como tarea de inteligencia? Recordemos: uno
de los personajes más cercanos a Maya, el que hemos visto torturar con mayor
convicción a los sospechosos, dice en la reunión con el jefe de la CIA: “Todo
esto se basa en informes de los presos”. Y sin embargo, afirma que sólo hay un
60 por ciento de posibilidades de atrapar a Osama en base a esos datos, en
tanto que Maya, terminante, vocifera: “¡Un ciento por ciento!”. Los halcones no
quieren abandonar la tortura porque, a través de ella, dan cauce a su sadismo,
a su odio racial. Y algo –aunque puedan conseguirlo por otros medios más
civilizados, aunque ¿hasta qué punto la tortura no le es hoy inescindible a la
civilización como antes lo fueron las grandes masacres de los pueblos
colonizados?– conseguirán. Las palomas seguirán insistiendo en que la tortura
no es eficaz, que quiebra no sólo al enemigo sino al torturador, que, además,
hunde en la infamia al país, que acostumbra a su pueblo a la brutalidad, al fin
de la democracia y a la entronización de la violencia como regla para
sobrevivir en la sociedad del dolor.
UNA SERVIDORA
En cuanto al paralelo con Leni Riefensthal, es complejo. Pero me atrevería
a decir que perjudica a Bigelow. Leni filma en los albores del nazismo. Filma a
comienzos de la década del ’30. Heidegger, en la célebre correspondencia que
sostuvo con Marcuse, le dice, justificándose: “Auschwitz no era visible desde
1933”, fecha en que asume el rectorado de la Universidad de Friburgo. Marcuse,
desde luego, le dice que sí, que era visible. Leni podría haber dicho lo mismo.
Y el tema es materia de discusión. Pero nadie puede discutir que Bigelow filma
cuando la Guerra contra el Terror lleva diez años de vejaciones y horrores
varios. Sabe bien la causa a cuyo servicio se pone. La carta de Wolf finaliza
condenando sin retorno a Bigelow: “El desagradable trabajo que realizó
Riefensthal, con el paso del tiempo, no se ha podido ocultar. Los
estadounidenses también despertarán y verán a través de la apología de La noche
más oscura las mentiras estandarizadas de un régimen que pretende que esta
brutalidad es necesaria de alguna manera. Cuando eso suceda, la misma comunidad
que hoy te aplaude dará un salto atrás. Como Riefensthal, eres una gran
artista. Pero ahora te recordarán eternamente como una servidora de la
tortura”.
Como no podía ser de otro modo, el limitado y pretendido politólogo Vargas
Llosa se ha metido en esta cuestión. Dice que vio el film de Bigelow en Nueva
York y que, al terminar, el público se puso de pie y aplaudió a rabiar.
Algunos, se conmueven, lloraban. Viene, en su texto, de comentar un libro de
Niall Ferguson que atesora una visión ásperamente pesimista sobre la cultura
occidental. Escribe: “Al terminar este film genial y atrozmente autocrítico,
los centenares de neoyorquinos que repletaban la sala se pusieron de pie y
aplaudieron a rabiar; a mi lado, había algunos espectadores que lloraban. Allí
mismo pensé que Niall Ferguson se equivocaba, que la cultura occidental tiene
todavía fuelle para mucho rato”. ¿Por qué no? ¿Cómo no habría de compartir Vargas
Llosa el alivio de esos neoyorquinos paranoicos que aceptan cualquier cosa con
tal de ser protegidos del feroz terrorismo, del fundamentalismo asesino que les
derrumbó esas torres en el mismísimo corazón financiero de Manhattan? ¿Cómo no
habría de creer que Occidente tiene larga vida en tanto “servidoras de la
tortura” (Naomi Wolf dixit) como Bigelow hagan films financiados por la CIA y
el Pentágono? Sólo un hombre con una visión tan limitada de Occidente y del
humanismo no advierte que la tortura no salvará esta contradictoria
civilización que, entre atrocidades, ha dado también maravillas al mundo. Si se
salva será por entender de una vez por todas algunos de los principios
centrales de la Declaración Universal de los Derechos Humanos declarada el 10 de
diciembre de 1948. Que son: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la
libertad y a la seguridad de su persona”. Y también: Prohibición de la tortura
y otros tratos o penas crueles, inhumanos y degradantes. Sin embargo, la
esperanza se nos vela ante los acontecimientos. Desde 1948 hasta aquí se han
acumulado incontables horrores. Cualquier guerrero del Pentágono o de la CIA o
de muchos otros países se reiría de esos principios, dictados ante el cercano
horror de la Segunda Guerra, con sus cincuenta millones de muertos. Walter
Benjamin ya se horrorizaba al ver en la historia una cadena de ruinas. Proponía
la concepción de la historia como catástrofe. Aunque, también él, dijo la más
hermosa frase que aún puede dar vida a cierta forma de empecinada ilusión: Es
por nuestro amor a los desesperados que aún conservamos la esperanza.
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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