UNA VIOLENCIA
LLAMADA DEMOCRACIA
LLAMADA DEMOCRACIA
General Héctor Gramajo Morales
Jennifer Schirmer
Reseña por Larry Rohter
Como todo periodista o diplomático que ha estado por algún tiempo en
Guatemala lo puede confirmar, no hay grupo en ese país más difícil de penetrar
que las fuerzas armadas guatemaltecas. Como casta y como institución, el
ejército desconfía de los de fuera y es reacio a tratar con ellos. Por su
puesto que existen sobradas razones para ello, como lo han detallado sucesivos
reportes de los derechos humanos. Oficiales y soldados ordenaron y llevaron a
cabo la gran mayoría de las 200,000 muertes y desapariciones que tuvieron lugar
durante los 36 años de guerra civil en el país.
Dado el record y la cautela que lo acompaña, "The Guatemalan Military
Project: A Violence Called Democracy" (El proyecto militar de Guatemala: Una
violencia llamada democracia), de Jennifer Schirmer, es un
logro extraordinario. Por más de una década ella logró con éxito que más
de 50 oficiales guatemaltecos, desde generales en el Ministerio de Defensa
hasta llegar a sargentos en el campo de operaciones, accedieran a entrevistas
en las cuales no solo se trataban directamente estos asuntos, sino también
hablar con desacostumbrado candor a cerca de sus acciones, sus creencias y sus
relaciones que van desde políticos civiles guatemaltecos hasta el stablishment
militar y de inteligencia de los Estados Unidos.
La figura central en el trabajo de Schirmer, en lo que ella correctamente
llama “la más poderosa, la menos investigada y entendida institución en
Guatemala” es el general Héctor Gramajo Morales, a quien ella entrevistó en 14
ocasiones por período de cinco años. Como Ministro de Defensa entre
1987-1990 y como jefe adjunto del Estado Mayor y autoproclamado “El
mero tata” de la inteligencia guatemalteca antes de ese período,
Gramajo jugó un papel principal; primero, en supervisar la transición formal a
un gobierno civil y luego en controlar a los grupos de oficiales de alto rango
quienes no estaban dispuestos a ceder aunque fuera en apariencia el poder con
el objetivo de retener su esencia.
Locuaz pero astuto, Gramajo argumenta que en Guatemala, el famoso dictum de
von Clausewitz trabaja en reversa: “La política debe ser la continuación de la
guerra”. Y no como lo es el postulado clásico del estratega polaco que
"la guerra es la continuación de la política por otros medios".
Schirmer demuestra como Gramajo y otros llamados “institucionalistas” empujaron
por un sistema de “cogobierno” que otorgaría a civiles obedientes la suficiente
autoridad para argumentar en el exterior que Guatemala estaba en un proceso de
transición democrática, mientras que, simultáneamente, se forzaba a aquellos en
el poder a compartir la culpa por las violaciones a los derechos humanos
llevadas a cabo por los militares.
“Interpretar esta apertura como algo distinto de la intención del ejército
de confundir responsabilidad con culpabilidad, sin otorgarle poder al gobierno,
sería ingenuo”, concluye Schirmer. O como el mismo Gramajo lo expone: "Mi
salvación es que mi jefe sabía todo. Si hay algo que ha sido omitido o cometido,
no es mi responsabilidad, entonces, es de él”.
Schirmer también nos introduce a figuras poco conocidas, aunque no menos
importantes, como el coronel Manuel de Jesús Girón Tánchez, secretario privado
de los dos últimos militares que fungieron como jefes de estado. Con estudios
en abogacía, Girón Tanchez trabajaba tras bastidores como el “arquitecto legal”
encargado de elaborar el anteproyecto de estatutos que incrustaba en la actual
constitución guatemalteca la supremacía del ejército, limitando de esta manera
el poder de los cuatro presidentes civiles que han gobernado el país desde
1986, incluyendo al jefe de estado de esos años, Álvaro Arzú Irigoyen.
He cubierto Guatemala ocasionalmente desde 1980, pero hasta que leí el
capítulo sobre “La perspectiva militar de la ley y la seguridad” del libro de
Schirmer, no había apreciado propiamente la importancia que los militares
guatemaltecos atribuían en darle un lustre legal a sus depredaciones creando un
sistema en el que el “énfasis reside en la ley como sanción en vez de un
sistema de leyes”. Es esta “apropiación de la imaginería del imperio de la ley,
de los mecanismos y procedimientos de la democracia electoral, lo que
constituye un peligro para los derechos humanos en Guatemala”, destaca
Schirman.
Por cierto, las entrevistas de Schirmer deja en claro que todo el ejército
de Guatemala esta afligido con un caso severo de disonancia colectiva, como
podía ser esperado de una fuerza que llevó a cabo una política que ella
describe como “pacificación mediante la masacre”. Cualquiera que disienta del
proyecto militar, tales como sindicatos o grupos de los derechos humanos, es
visto, ipso facto, como subversivo o delincuente que debe ser eliminado.
Incluso “cuando los partidos políticos trataban de organizarse, estos eran
vistos como perjudiciales al "proyecto democrático", puntualiza
Schirmer.
Lo más escalofriante de todo, sin embargo, son las declaraciones de “Filo”,
un miembro de la G-2 con mucho tiempo de servicio en ese organismo de
inteligencia guatemalteco. En una extraordinaria entrevista que es citada
varias veces en el texto principal y luego publicada más extensamente como un
apéndice separado, este funcionario de nivel medio dentro del aparato de la
seguridad del estado remueve todo el lenguaje abstracto que sus superiores
emplean y termina reconociendo que el departamento es, en primer lugar, una
máquina de matar.
“La razón de que exista la G-2 es para secuestrar
y torturar hasta que nuestros sujetos quedan irreconocibles y mutilados”, declara él. “Luego son
asesinados, lanzados a un barranco, enterrados o abandonados a la orilla de la
carretera. Ese es el trabajo que hacemos”. El admite que “algunas
veces mataba personas que eran inocentes” pero luego agrega: “El
hecho es que nosotros disfrutamos de nuestro trabajo. Al menos eso era así para
mí. Me gustaba porque podía descargar en el mucho del resentimiento de mi vida
pasada”.
De sus comentarios, los informantes militares de Schirmer dejan en claro
que la embajada estadounidense y la Agencia Central de Inteligencia sabían
exactamente lo que estaba pasando y que conscientemente eligieron hacerse de la
vista gorda. Pero el cinismo de Washington fue igualado por otros. Cuando Jimmy
Carter buscó distanciar a los Estados Unidos del gobierno del general
Romeo Lucas García, inmediatamente empezaron a llegar consejeros y armas
procedentes de Argentina, Colombia, Israel y Taiwán, ocupando el lugar dejado
por EE.UU. e incrementándose sustancialmente el nivel de violencia.
Schirmer escribe sobre un periodo que concluye ostensiblemente con la firma
de los Acuerdos de Paz, respaldado por las Naciones Unidas, que puso fin
a la guerra civil el 29 de diciembre de 1996. Pero las estructuras de la
primacía militar y la impunidad, que ella describe, siguen persistiendo y
su diagnóstico de esa situación ayuda a explicar por qué la investigación del
gobierno en el caso del asesinato, en abril de 1988, del obispo Juan Gerardi,
líder en la defensa de los derechos humanos, ha degenerado en una farsa.
Por cierto, el coronel Byron Lima, nombrado como el principal sospechoso
por grupos de derechos humanos, pero ignorado por los investigadores del
gobierno, figura en algunos de los primeros episodios que Schirmer discute.
Como si se necesitaran más pruebas, esos eventos recientes respaldan las
conclusiones de Schirmer de que, “al contrario de ser irracionales y fuera de
control” los líderes del ejército de Guatemala y de los aparatos de
inteligencia “están precisamente en control y actuando en el mejor de sus
intereses”.
Jennifer Schirmer se desempeñó como profesora en Harvard y sirvió
como analista militar a la Comisión de la Verdad en Guatemala
Larry Rother fue corresponsal de la revista Newsweek
para Centro América de 1980 a 1982 y del New York Yimes de 199 a 1998.
Traducción: La Cuna del Sol
Publicado por LaQnadlSol
CT.,USA.
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