INTRODUCCIÓN
El descubrimiento azaroso, por casualidad, del archivo central de la Policía Nacional de Guatemala, vino a fortalecer el trabajo de las organizaciones sociales que luchan por encontrar a las víctimas del conflicto armado e identificar a los responsables institucionales y personales, pero sobre todo, darle a cada ser humano víctima de la infamia del Estado, el digno lugar que le corresponde como ciudadano y ser humano. Nadie puede ser condenado a muerte por su filiación ideológica y política, mucho menos por su variedad humana, tal fuera el caso del genocidio llevado a cabo con extrema crueldad contra el pueblo ixil en particular, y contra los pueblos mayenses en general, sin obviar a los mestizos y a los blancos de las ciudades y poblados. El encuentro de este Archivo de Atrocidades, como bien lo intitula la redacción de la Revista Pueblos y la consiguiente publicación del artículo de Kate Doyle en diciembre de 2007, quien es analista y directora del Proyecto de Documentación de Guatemala; permite no solo encontrar documentos atroces, sino algo más importante, como lo es la preservación de un pasado que marca las pautas del presente y que si no se corrige, imposibilitaría la construcción de una sociedad justa y democrática. Mención especial merece Gustavo Meoño, militante del Ejército Guerrillero de los Pobres, y quien sin conocerlo personalmente supe de él por la relación fraterna, militante y solidaria con un huésped que tuve en mi casa de Jutiapa por 3 años: El Tío ( Valentín Zamora), viejo militante de las Fuerzas Armadas Rebeldes, FAR, y que ya en tiempo de militante del Ejército Guerrillero de los Pobres, EGP, era el custodio de las armas y encargado de su limpieza, tarea que hacía con extraordinaria diligencia. Se entusiasmaba mucho cuando hablaba de Manolo con quien había hecho algunos viajes a Nicaragua con alijos de armas y lo proveía con generosidad en su vida clandestina. El Tío era el abuelo histórico de la Revolución Guatemalteca. Tenía tanto que contar, desde las riñas callejeras en sus mocedades en las que siempre salió victorioso pese a su pequeña estatura, sus ilusiones por ser motorista de Policía Nacional, su deambular por los Estados Unidos y su trabajo en la construcción de la línea del ferrocarril que llevaba a Oklahoma donde, a golpe de almádana, hundían los clavos y los pernos para asegurar los rieles. Su relación estrecha con la panadería La Esperanza, situada frente al parque Gómez Carrillo de la ciudad capital, que contaba con un colaborador muy especial, el dueño de la panadería: don Saturnino Briz. El Tío era repartidor de pan en bicicleta y esa circunstancia la aprovechaba en la década de los 60 cuando la guerrilla de Zacapa e Izabal, para llevar armas y municiones en el fondo de los canastos repletos de campechanas, franceses y hojaldras. El compañero, don Valentín Zamora, había nacido en un pueblo del departamento de Guatemala que ya no existe: Morán. Él aparece en uno de los capítulos de la novela de Mario Payeras con el nombre de Pánfilo. Ya por ese tiempo era bastante mayor. En sus últimos años vivió en mi casa -de 82 años- e insistía que el único camino para hacer cambios en este país era la vía armada. No creía en las negociaciones y murió desencantado por los Acuerdos de Paz. Otros años vivió en Asunción Mita en casa de Tavo Gasparico y por último en un asilo, donde fue alojado convenientemente por los viejos camaradas que recordaban de sus temerarias ejecutorias, su valentía y su disciplina: nunca en su vida había tomado alcohol y fumado. Vaya un saludo para él. Luciano Castro Barillas.
El descubrimiento azaroso, por casualidad, del archivo central de la Policía Nacional de Guatemala, vino a fortalecer el trabajo de las organizaciones sociales que luchan por encontrar a las víctimas del conflicto armado e identificar a los responsables institucionales y personales, pero sobre todo, darle a cada ser humano víctima de la infamia del Estado, el digno lugar que le corresponde como ciudadano y ser humano. Nadie puede ser condenado a muerte por su filiación ideológica y política, mucho menos por su variedad humana, tal fuera el caso del genocidio llevado a cabo con extrema crueldad contra el pueblo ixil en particular, y contra los pueblos mayenses en general, sin obviar a los mestizos y a los blancos de las ciudades y poblados. El encuentro de este Archivo de Atrocidades, como bien lo intitula la redacción de la Revista Pueblos y la consiguiente publicación del artículo de Kate Doyle en diciembre de 2007, quien es analista y directora del Proyecto de Documentación de Guatemala; permite no solo encontrar documentos atroces, sino algo más importante, como lo es la preservación de un pasado que marca las pautas del presente y que si no se corrige, imposibilitaría la construcción de una sociedad justa y democrática. Mención especial merece Gustavo Meoño, militante del Ejército Guerrillero de los Pobres, y quien sin conocerlo personalmente supe de él por la relación fraterna, militante y solidaria con un huésped que tuve en mi casa de Jutiapa por 3 años: El Tío ( Valentín Zamora), viejo militante de las Fuerzas Armadas Rebeldes, FAR, y que ya en tiempo de militante del Ejército Guerrillero de los Pobres, EGP, era el custodio de las armas y encargado de su limpieza, tarea que hacía con extraordinaria diligencia. Se entusiasmaba mucho cuando hablaba de Manolo con quien había hecho algunos viajes a Nicaragua con alijos de armas y lo proveía con generosidad en su vida clandestina. El Tío era el abuelo histórico de la Revolución Guatemalteca. Tenía tanto que contar, desde las riñas callejeras en sus mocedades en las que siempre salió victorioso pese a su pequeña estatura, sus ilusiones por ser motorista de Policía Nacional, su deambular por los Estados Unidos y su trabajo en la construcción de la línea del ferrocarril que llevaba a Oklahoma donde, a golpe de almádana, hundían los clavos y los pernos para asegurar los rieles. Su relación estrecha con la panadería La Esperanza, situada frente al parque Gómez Carrillo de la ciudad capital, que contaba con un colaborador muy especial, el dueño de la panadería: don Saturnino Briz. El Tío era repartidor de pan en bicicleta y esa circunstancia la aprovechaba en la década de los 60 cuando la guerrilla de Zacapa e Izabal, para llevar armas y municiones en el fondo de los canastos repletos de campechanas, franceses y hojaldras. El compañero, don Valentín Zamora, había nacido en un pueblo del departamento de Guatemala que ya no existe: Morán. Él aparece en uno de los capítulos de la novela de Mario Payeras con el nombre de Pánfilo. Ya por ese tiempo era bastante mayor. En sus últimos años vivió en mi casa -de 82 años- e insistía que el único camino para hacer cambios en este país era la vía armada. No creía en las negociaciones y murió desencantado por los Acuerdos de Paz. Otros años vivió en Asunción Mita en casa de Tavo Gasparico y por último en un asilo, donde fue alojado convenientemente por los viejos camaradas que recordaban de sus temerarias ejecutorias, su valentía y su disciplina: nunca en su vida había tomado alcohol y fumado. Vaya un saludo para él. Luciano Castro Barillas.
LOS ARCHIVOS DE LA ATROCIDAD
Descifrando los archivos de la guerra sucia de
Guatemala
Kate Doyle
Cuando terminaron los treinta y seis años de guerra civil en Guatemala, en
1996, el país era una inmensa sepultura sin nombre. Más de 200.000 personas
habían muerto o desaparecido en el conflicto, la mayoría de ellos civiles
desarmados. Una comisión de la verdad establecida por los acuerdos de paz, la
Comisión para el Esclarecimiento Histórico, abrió sus puertas en 1997 y comenzó
desenterrando cadáveres por todo el país. Equipos de entrevistadores se
repartieron visitando pueblos remotos para recuperar de primera mano hechos de
masacres, violaciones, tortura y secuestros. Las víctimas hablaban y hablaban;
el estado permanecía en silencio. La comisión envió cartas a los ministerios de
defensa e interior buscando información sobre las operaciones de las fuerzas de
seguridad durante la guerra. Querían documentos: planes, órdenes, información
de inteligencia, informes de operaciones, memorándum después de la acción. No
recibieron casi nada. Los militares y la policía bloquearon las investigaciones
y el gobierno les respaldó. Los funcionarios guatemaltecos, se le dijo a la
comisión, no documentaban sus asuntos diarios como los funcionarios en otros
países más desarrollados. Resultaba imposible concebir que algún documento
generado durante el régimen sobreviviera a la guerra.
Original en inglés. Traducido para Pueblos por
María de la Luz Callejo Muñoz.
¿Y por qué, después de todo, habría registros? En las ciudades, las fuerzas
de seguridad habían buscado desmembrar las redes de la guerrilla sin dejar
rastros oficiales. Escuadrones de la muerte operaban sin uniforme, en vehículos
sin identificar, y los periódicos les hacían el juego reportando cada nuevo
cadáver como el trabajo de “hombres sin identificar con ropa de civil”.
Asesinos anónimos despojaban de su identidad a las víctimas, aplastando caras y
cortando manos. O les secuestraban y arrojaban los cuerpos al olvido de
barrancos, lagos y fosas comunes.
Foto: Daniel Hernández-Salazar
Fotografías recogidas del suelo del Archivo de la Policía Nacional poco
después de su descubrimiento en 2005.
En 2005, sin embargo, el silencio del gobierno se vino abajo. Ese Mayo,
residentes de un multitudinario vecindario de clase trabajadora de la Ciudad de
Guatemala enviaron una queja al Procurador de Derechos Humanos del país, Sergio
Morales Alvarado, sobre el indebido almacenamiento de explosivos en un puesto
local de la policía. La primera solicitud del Procurador a las autoridades para
retirar las granadas, munición, bombas de mano, proyectiles de mortero y sacos
de clorato potásico acumulados durante años de redadas policiales, fue
ignorada. Pero después de aparecer en titulares una inesperada explosión en una
base militar cercana, unas pocas semanas más tarde, la Policía Nacional Civil
estuvo de acuerdo en trasladar las armas a otro lugar. El 5 de Julio, Morales
envió un equipo de inspectores para verificar el traslado y fue durante esa
visita cuando dieron con un archivo de la Policía Nacional guatemalteca. La
anterior Policía Nacional, era una institución asociada por entero a las
atrocidades de la guerra civil que fue considerada irredimible y se disolvió en
1997. Morales inmediatamente obtuvo una orden del juez garantizándole acceso
sin restricciones a los documentos para buscar evidencias de los abusos a los
Derechos Humanos.
“El día que fuimos al archivo después de conseguir la orden del juez”, dijo
Carla Villagrán, una miembro destacada del equipo de la Oficina del Procurador,
“abrimos uno de los armarios archivadores en la primera habitación que
entramos. Y allí había docenas de carpetas marcadas con los nombres de algunos
de los más famosos casos de asesinatos políticos en Guatemala”. Entre ellos
estaban carpetas con nombres como Mario López Larrave (un abogado laboralista y
un popular profesor de derecho en la Universidad Nacional, muerto por el fuego
de ametralladora cuando salía de su oficina el 8 de Junio de 1977); Manuel
Colom Argueta (uno de los más prometedores opositores políticos, asesinado el
22 de Marzo de 1979, una semana después de registrar su nuevo partido
político); y Myrna Mack ( una joven antropóloga que trabajó con los mayas
supervivientes de la masacre y que fue apuñalada hasta la muerte en el centro
de la Ciudad de Guatemala el 11 de Septiembre de 1990). “Y cuando abrimos las
carpetas, encontramos no solo documentos de la rutina policial, sino toda clase
de cosas”, nos cuenta Carla. “Detalles sobre operaciones de vigilancia
teniéndoles por objetivo antes de matarles, por ejemplo”. La carpeta de López
Larrave incluía una página escrita a máquina con una lista de doce nombres; el
suyo estaba tachado con tinta. De los doce, nueve fueron asesinados o
secuestrados durante los 70s por sospechosos de subversión. La aparición del
archivo fue un enorme acontecimiento en Guatemala, aunque el gobierno intentara
minimizar el descubrimiento.“Por supuesto que tenemos documentos,” dijo el
Ministro del Interior Carlos Vielmann. “¡Somos la policía!”.
Foto: Misty Keasler
Carla Villagrán, en los exteriores del archivo en Ciudad de Guatemala.
Dos años y medio más tarde, la oficina del Procurador de Derechos Humanos
está terminando su informe sobre el archivo. La publicación de dicho informe,
establecida para el 2008, se realizará justo cuando el nuevo presidente tome
posesión, después de una segunda vuelta particularmente tensa. Ambos candidatos
evocaron recuerdos de la guerra civil: uno es el sobrino del asesinado Manuel
Colom Argueta, Álvaro Colom Caballeros, un hombre de negocios cuyo partido
centrista ha sido mancillado por escándalos de corrupción; el otro es Otto
Pérez, un general retirado y antiguo jefe de inteligencia militar, cuyo eslogan
de campaña es “mano dura.”
Pocos guatemaltecos quedaron indemnes en la guerra. Carla Villagrán creció
en la ciudad de Guatemala, la cuarta de cinco hermanos en una casa confortable
de clase media; su padre, un economista prominente y una vez miembro del
equivalente guatemalteco de El Consejo de Reserva Federal, era un socio de
Manuel Colom Argueta. Carla, que tiene cuarenta y tres años y está casada con tres
niños, tenía diecinueve años cuando su primer marido fue secuestrado, en 1984.
Su desaparición fue parte de una ola de secuestros puesta en marcha por el
régimen militar del General Oscar Humberto Mejía Víctores a principios de los
80s, después de que la estrategia de tierra quemada de su predecesor, General
José Efraín Ríos Montt, hubiera seguido su curso. Las masacres del ejército a
lo largo del país habían destruido cientos de pueblos predominantemente mayas y
fueron seguidas por una campaña urbana centrada en capturar y matar el
liderazgo insurgente. El marido de Carla estaba entre esos objetivos; su
secuestro es descrito en documentos desclasificados de Estados Unidos que
obtuve en el transcurso de mi trabajo para el Archivo de Seguridad Nacional.
Foto: Misty Keasler
Fajos de documentos policiales que no han sido escaneados ni catalogados.
En un telegrama enviado por la Embajada estadounidense en Guatemala a
Washington, el entonces embajador Frederic Chapin contaba lo que ocurrió: “El 1
de Febrero de 1984, Héctor Villagrán Salazar vino a la embajada a informar del
secuestro, el 27 de Enero, del yerno Jorge Mauricio Gatica Paz. Según el señor
Villagrán, su hija y yerno fueron a un gran centro comercial a hacer algunas
compras en la fecha citada. El señor Gatica permaneció en el coche con el perro
mientras su esposa entraba en el supermercado. Cuando volvió, el coche, su
marido y el perro habían desaparecido. Un testigo le contó que hombres armados
en un camión con paneles blancos se colocaron detrás de su coche, le forzaron a
entrar en el camión y salieron rápidamente en ambos vehículos. Aunque había
varios policías en el aparcamiento – el centro comercial es uno de los más
grandes en Guatemala Capital- ellos no intervinieron ni le dijeron nada a la
esposa”.
Yo llegué a Guatemala cinco semanas después de que el archivo fuera
descubierto. Tal como es el tráfico en la ciudad de Guatemala, era media mañana
cuando llegamos a las puertas de la base de la policía. La furgoneta de la
Oficina del Procurador había avanzado lentamente a través de la ciudad, desde
el histórico centro a la abigarrada zona residencial, a través de mercados al
aire libre, rebaños de cabras y autobuses expulsando nubes de humo, para hacer
un viaje de tres kilómetros en unos cuarenta minutos. Ahora paseábamos ante las
paredes de un enorme puesto local de la Policía Nacional Civil hasta que un
guardia nos hizo una señal con un movimiento de agitación indiferente de su
mano.
Carla se abrió camino expertamente a través de oxidados armazones de coches
abandonados, apilados a dos alturas, con una mano en el volante y su móvil
contra su oído en la otra. Nuestra furgoneta se abrió paso hasta la entrada a
un grupo de edificios bajos en el extremo del complejo. Tan pronto como nos
liberamos de los cinturones de seguridad y cogimos nuestras bolsas pudimos oír
el agitado ladrido de los perros policía enjaulados muy cerca. Abrimos las
puertas y salimos tambaleantes en una fresca y gris mañana, mirando las
estrechas ventanas que daban al patio. Ya podíamos ver los papeles a través del
agrietado cristal. Carla me sonrió al tiempo que me entregaba un par de guantes
de goma. “¿Estás
preparada?”.
Fotos: Daniel Hernández-Salazar (izquierda) y
Archivo Histórico de la Policía Nacional (derecha)
Diario de la policía (izquierda) y documento de identidad de Víctor Manuel
Gutiérrez, desaparecido en 1966.
Entré en una maraña de madrigueras muy oscuras, corredores que no conducían
a ninguna parte, techos empapados, lámparas rotas colgando de cables
deshilachados y manchas en el suelo que no presagiaban nada bueno. Las mujeres
empleadas de la policía que trabajaban como archiveras nos recibieron en una
pequeña antecámara y después nos guiaron a la primera habitación. En cada
centímetro disponible del suelo de cemento había torres de documentos mohosos y
carpetas, atados con cordeles y sepultados en polvo. El papel estaba
descomponiéndose ante nuestros ojos – papel húmedo y podrido, papel calcinado,
papel marrón acartonado, papel convertido en sustrato de pequeñas plantas
creciendo en ellos. Tropezábamos de una cueva húmeda a la siguiente, bordeando
oxidados archivadores y los bordes afilados de matrículas tiradas por los
suelos. El hedor de descomposición era agobiante; todo alrededor nuestro eran
insectos muertos, plumas y excrementos de murciélagos, pájaros y ratas.
Respiramos el aire muerto a través de nuestras máscaras de fino papel.
Había cinco edificios en total. Cada edificio albergaba sus secretos
particulares. En uno, archivadores de metal se alineaban en las paredes con
etiquetas improvisadas garabateadas con marcador negro en los cajones:
“asesinatos”, “homicidios”, “secuestros”. En otro, pisábamos con cuidado sobre
montones de basura desperdigada que en una inspección más cuidadosa incluía
miles de fotos en blanco y negro de carnets de identidad. El personal estaba
barriéndolas en montones y metiéndolas en bolsas de plástico transparente.
Foto: Misty Keasler
Yo elegí un documento del suelo al azar. Era un informe de 1979 sobre tres
cadáveres sin identificar encontrados en los barrancos en el límite de la
ciudad de Guatemala. Encontrar cuerpos y no poder identificarles era obviamente
una preocupación central para la Policía Nacional; había muchísimos cadáveres
fotografiados, hombres y mujeres inmortalizados con caras destrozadas,
ennegrecidas por la sangre o llenas de gusanos, cada etiqueta con el mismo nombre:
“desconocido”. Había una foto de una mano izquierda amputada, “propietario
desconocido”, un cadáver hinchado metido en el maletero de un coche. Después
había fotos de unos pocos cuerpos que pronto pasarían a ser desconocidos, como
el de un hombre joven sentado con su espalda en una pared áspera de hormigón,
en camisa y pantalones, mirando al fotógrafo desesperanzado a través de sus
ojos oscuros.
Según nos trasladábamos de habitación en habitación, las mujeres policía
nos acompañaban abriéndonos atentamente los cajones cuando se lo pedíamos o
sacando páginas de los archivadores para enseñárnoslos. Ellas se mostraron
reacias sólo una vez, cuando encontramos un montón de documentos del antiguo
Cuerpo de Detectives, una brigada de operaciones especiales terrible que
existió en los años 70 y al principio de los 80, destacable por su papel en el
secuestro, tortura y ejecución de sospechosos de subversión. Le pedimos a la
mujer a cargo que nos entregara algunos archivadores, pero comenzó negando con
su cabeza y después con su dedo diciéndonos “no, no, no se puede, no se puede”.
Nos llevó unos pocos minutos comprender: no nos estaba prohibido mirarlos, pero
ella todavía tenía órdenes estrictas de no tocar, casi diez años después de la
abolición de la Policía Nacional.
Carla y yo subimos casi de puntillas algunos escalones de hormigón al
segundo piso de un edificio. Una terraza con tejado se proyectaba sobre el
depósito de desguace que ocupaba esta esquina del puesto, la maleza se retorcía
por debajo del pavimento. El aire se purificaba, aunque flotaba tan denso como
sobre la ciudad. Una vez más en el interior, encontramos una serie de espacios
pequeños sin ventanas, la mayoría no más anchos que una pocilga, con una pesada
red de alambre encajada por la parte alta para semejar una especie de jaula.
Había colchones viejos y rotos, algunos con manchas marrones impresas en el
tejido.
Foto: Misty Keasler
A lo largo de una pared había una estantería de libros, incluyendo trabajos
escogidos de Lenin y una biografía de Stalin, confiscados a sus propietarios
por su contenido peligroso. Ficheros internos de empleados de la policía,
embutidos en cajones oxidados cerrados con el tiempo, incluían carnets de
identidad de miles de “orejas”, los civiles que trabajaban para la policía como
informantes, delatando a sus vecinos. Años de listas de personal o nóminas,
esparcidas en tableros, identificando agentes de policía y a sus superiores,
dónde servían y qué capacidades tenían. Había cientos de carretes sin revelar,
anticuados disquettes, enormes libros de contabilidad encuadernados en cuero
enumerando “comunistas capturados” en la desteñida e insegura tinta de hace
mucho tiempo.
Para los investigadores de derechos humanos el archivo fue el
descubrimiento de toda una vida, el escenario abandonado de un terrible crimen.
El esfuerzo requerido para salvar los documentos y recuperar las pruebas
enterradas en ellos, sin embargo, parecía más allá del poder humano. Incluso un
reto mayor, ¿cómo podrían las incontables páginas ofrecer todo su significado
al resto de la sociedad? ¿su apertura conduciría a otro reconocimiento
simbólico del brutal pasado o a una transformación de la historia del país?.
Incluso la Oficina oficial de Derechos Humanos de Guatemala se preguntaba qué
hacer con el archivo.
El gobierno trató la cuestión con estudiada indiferencia y no hizo nada.
Mientras, parientes de los desaparecidos clamaban información sobre sus
personas amadas, aunque los archivos permanecían en caótica desorganización. En
la desesperación, Carla comenzó pidiendo ayuda entre los aliados guatemaltecos
e internacionales. Yo contacté con Trudy Peterson, una antigua jefe archivista
del gobierno de los Estados Unidos y le pedí escribir una valoración del
archivo y ella aceptó.
Al mismo tiempo que el informe era terminado, se hizo evidente para Carla
que necesitarían la ayuda de Trudy a largo plazo, además de otras necesidades:
equipo, material, más personal y un espacio seguro. A falta de apoyo del
gobierno, otros llenarían el hueco. La mayoría de la normalmente quisquillosa
comunidad de grupos locales de Derechos Humanos ofrecieron voluntarios. Y
después de que el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo acordó ser el
receptor de donativos, comenzó a fluir la asistencia internacional, empezando
con un compromiso del gobierno sueco de dar dos millones de dólares. Alemania,
Holanda, Suiza y Cataluña (Estado español) continuaron con varios millones de
dólares más. (Los Estados Unidos, después de que el embajador y un cargo
político visitaran el archivo, donaron 106 estanterías de metal). Al final, la Oficina
del Procurador fue capaz de contratar docenas de personal. Trudy comenzó a
volar regularmente a Guatemala en el 2006, gracias a los suizos.
Recientemente acompañé a Trudy mientras se encontraba con el equipo
trabajando en los archivos del Cuerpo de Detectives. Había dos grandes mesas en
la habitación con dieciocho personas ocupadas en el trabajo: jóvenes de
veintitantos años muy aplicados, recién salidos de la universidad; jóvenes
“rads” con iPods, anillos en la nariz y camisetas del Che; y un poco más
mayores, exmilitantes más serios. Algunos utilizaban suaves y gruesos cepillos
para limpiar cada página de polvo, después les quitaban las viejas grapas,
sujetaban las fotos sueltas y ataban expedientes relacionados con cordones de
algodón. Otros examinaban los documentos por contenido, señalando los textos
incriminatorios para los investigadores.
Observar a Trudy estudiar los documentos era como ver a alguien descifrar
antiguas runas. Conforme pasó el tiempo, Trudy descubrió lentamente el lenguaje
secreto de la burocracia y ahora ella enseña al personal cómo interpretar la
numeración archivística interna, qué sellos de tinta pertenecen a cada departamento
y las razones que hay detrás de cada copia de color diferente. Con el código
burocrático al descubierto, un investigador puede tirar del hilo de los
crímenes contra los derechos humanos y seguirlo hasta sus fuentes – la unidad
de la policía que los cometió, los nombres de los funcionarios que estuvieron
envueltos.
La cabeza del equipo, una mujer joven llamada Mónica, que usaba una bata de
laboratorio y gafas rosas, leía en voz alta sus logros hasta la fecha: 389
cajas de documentos que abarcaban el período de diez años eran examinados por
los investigadores (1975-85, los años más violentos de la guerra y el objetivo
central del proyecto). “Y hemos encontrado un montón de información política en
los documentos - como anotaciones escritas a mano en la parte de atrás de los
carnets de identidad que decían “comunista” o “subversivo”. Llevan escritos
números de expedientes y fechas también”.
Trudy aprovechó la oportunidad para enseñar una lección sobre archivar. “Si
estuvieras intentando comprender lo que le ocurrió a una persona desaparecida,
comenzarías con su nombre y localizarías su ficha (el
documento de identidad) y uno de los números en la parte de atrás de ésta te
remitirá a un libro ( el enorme libro de contabilidad que indica cuando la
instrucción –o la denuncia -fue archivada contra el
sospechoso), y el libro te dará el número de la carpeta de la denuncia y
así puedes ir a ella y examinar la naturaleza de los cargos y así
sucesivamente. Esto es por lo que queremos conservar los tipos de documentos
juntos: con todas las fichas en un grupo y las denuncias en
otro y los radiogramas e informes y correspondencia en sus propios apartados
–todo dentro del Cuerpo de Detectives. Así es como la policía archivaba los
documentos”.
Cuando el personal del Procurador llegó al archivo en 2005, estaban
ansiosos por encontrar pruebas de los abusos a los derechos humanos enseguida,
preocupados por si el lugar podía ser cerrado por orden del gobierno o por si
entraban a robar y lo dañaban. Aunque comprendían la directriz de Trudy para
mantener juntos los documentos producidos por cada sección de la policía, no
aprovecharon inmediatamente sus instrucciones para preservar grupos de
documentos tal como los encontraron. Hasta que Trudy comenzó sus visitas de
forma regular, el personal separó los documentos y los reordenó
cronológicamente. Llevó meses, pero al final les convenció para hacerlo como
ella decía, “porque esa era la única manera de conocer lo que estos agentes
estaban haciendo” explicó. Es también la única manera de conseguir lo que los
archivistas llaman “custodia continua” –una garantía legal de que los
documentos no han sido alterados o sacados de su contexto original. Protegiendo
la cadena de custodia de un documento, el Procurador de Derechos Humanos asegura
que ésta puede ser presentada como prueba en un caso criminal.
Cuando ella y sus colegas guatemaltecos revisaron juntos los documentos,
Trudy comprendió algo crucial sobre la Policía Nacional: no estaban muy
interesados en luchar contra el crimen, y las carpetas no estaban organizadas
para apoyar los procesos. Lo que era importante era la caza de subversivos. La
Policía Nacional estaba consumida por la persecución, el asesinato y la
necesidad de borrar sus huellas. Sólo hay que coger las “novedades” por ejemplo.
Cada unidad de la policía producía estos informes de forma regular en sus
actividades por un periodo dado y los enviaba a los comandantes de la unidad,
creando un flujo fijo de información desde las brigadas a los jefes de sección
y desde éstos a la jefatura de policía y desde ésta a la cabeza del Estado.
Juntos, los informes muestran un sentido dramático del control que las fuerzas
de seguridad tenían en su vida diaria en la ciudad de Guatemala. Las unidades
de la policía asaltaban negocios y casas privadas, registraban escuelas,
levantaban controles de carretera, rastreaban mercados, estaciones de
autobuses, el zoo público. Entraban en imprentas en busca de literatura
subversiva y en talleres mecánicos a la caza de coches sospechosos. Controlaban
cementerios e investigaban transmisiones de radio piratas. Una de las
actividades de la policía descritas en “novedades” era el descubrimiento y toma
de los huellas digitales de los cadáveres (conocidos en Guatemala como
cadáveres xx); cuando podían confrontaban las huellas de la persona muerta con
las huellas del informe y escribían el nombre del ahora cadáver identificado
sobre el expediente. Los investigadores están ahora reexaminando las carpetas
xx y están comparándolas con los informes del depósito de cadáveres, del
cementerio y de exhumación, en un intento de identificar algunos de los miles
de cuerpos todavía sin identificar.
Uno de los documentos clave en el archivo es la ficha, la
tarjeta del expediente personal. A la edad de 18 años, a cada adulto en
Guatemala se le expide una pequeña tarjeta de identificación (conocida como cédula)
con su fotografía y sus detalles identificativos; la Policía Nacional a su vez
creaba una ficha más grande que contenía la misma información además de una
completa serie de huellas dactilares. Las tarjetas servían a un doble propósito
de controlar a la población dotando al Estado de un conveniente medio para
seguirle la pista a los disidentes –la policía las utilizaba para garabatear
notas sobre las tendencias políticas sospechosas de una persona. Por ejemplo,
la ficha encontrada en el archivo de Víctor Manuel Gutiérrez –un profesor de
escuela y líder prominente en el Partido de los Trabajadores Guatemaltecos
después de que la CIA auspiciara el golpe que desbancó al Presidente Jacobo
Arbenz en l954 –fue marcada con “Comunista #1 de Guatemala” por la Policía
Nacional. En 1966, Gutiérrez fue desaparecido en una operación conjunta militar
y policial, diseñada con la ayuda de los oficiales de inteligencia de Estados
Unidos y fue torturado hasta la muerte. Su cuerpo fue enterrado de forma
secreta en el campo.
Además de encontrar pistas sobre el destino de algunos de los
desaparecidos, los archivistas están comenzando a comprender los mecanismos de
encubrimiento –cómo el Estado fue capaz de mantener la capacidad de negar tanto
tiempo, tantos crímenes. Algunas veces el proceso era tan sencillo como
eliminar de los libros la información que reflejaba negativamente a las
instituciones del gobierno. En una de las grandes carpetas de registro por
ejemplo (esta recogía las quejas de los ciudadanos a la Policía Nacional), una
“orden verbal” emitida el 2 de Abril, en 1982, por el jefe del Centro de
Operaciones Conjuntas –una unidad que coordinaba las operaciones de los
escuadrones de la muerte –establecía que “todas las denuncias del público sean
recibidas tal como sean descritas, lo único que cuando hayan elementos de las
fuerzas de seguridad, que no sean mencionados”. Otros métodos de ocultación
eran más sutiles. Cualquiera que examine los documentos de la policía
rápidamente percibe un hábito de escribir que suena extraño al oído –el uso
persistente de la voz pasiva para describir cualquier cosa. La policía no
secuestra sospechosos, un sospechoso “se secuestró”. Las fuerzas de seguridad
no asesinan, la víctima “se disparó y se murió”. Un informe de la policía de
Noviembre de 1983 revela que este tic gramatical era un asunto, no de
lingüística, sino una elección deliberada, cuando un agente, describiendo su
vigilancia fuera de la casa de un sospechoso, tuvo un fallo y escribió en
primera persona: “Al acercarme pude observar que en la puerta del inmueble
estaba sentada una mujer joven”, escribe, “la que al notar mi presencia se puso
de pie inmediatamente dando muestras de alerta y me observaba sospechosamente,
motivo por el cual decidí regresar”. Esta sección del informe está rodeada de
tinta roja y con una nota escrita en el margen: “Nunca se personifica –se debe
usar siempre en tercera persona”.
Foto: Misty Keasler
Los investigadores también se han topado a través de los documentos con la
participación de los Estados Unidos con la policía. Durante el conflicto civil,
el gobierno de los Estados Unidos ofreció a Guatemala apoyo y cobertura oficial
mediante los programas de asistencia técnica para la seguridad que
proporcionaban entrenamiento, equipamiento y ayuda económica en un pretendido
esfuerzo de “profesionalizar” las fuerzas militares y de la policía. Para la
Policía Nacional, esa ayuda fue canalizada principalmente a través de la
Oficina de la Seguridad Pública, un programa mundial de entrenamiento de la
policía establecido por la Administración de Cooperación Internacional (el
precursor de la Agencia para el Desarrollo Internacional, o AID). Guatemala se
convirtió en el primer beneficiario latinoamericano del programa en 1956,
después de que un detective con el Departamento del Sheriff del Condado de los
Ángeles, llamado Fred Fimbres escribiera una evaluación de la Policía Nacional
para el Departamento de Estado de los Estados Unidos. Su estudio mostraba que
la policía guatemalteca consideraba funciones policiales tradicionales –tales
como mantener la paz –secundarias en su misión. “Las operaciones, de alto nivel
y las actividades de recopilación de información de inteligencia, están
particularmente dirigidas a la vigilancia y preparación contra la “amenaza de
los comunistas”, escribió Fimbres –un enfoque, añadió, que rayaba en “lo
obsesivo”. El informe concluía que los Estados Unidos deberían proporcionar a
la Policía Nacional técnicos y asistencia material.
Los asesores de la policía de los EE.UU. lanzaron el programa unos meses
más tarde y pasaron los siguientes dieciocho años trabajando codo con codo con
sus homólogos guatemaltecos. La Policía Nacional envió cientos de agentes para
ser entrenados por academias de policía internacionales dirigidas por los
EE.UU. en Fort Davis, Panamá y en Washington D.C., así como en laboratorios
policiales locales en ciudades a lo largo de Estados Unidos. Miles fueron
adiestrados por asesores americanos dentro de Guatemala en investigaciones
criminales y en destrezas de laboratorio, control de disturbios, armas de
fuego, toma de huellas digitales, interrogatorios, vigilancia y técnicas
contrainsurgentes.
Las preocupaciones de Washington sobre Guatemala se intensificaron con gran
fuerza en 1968, cuando miembros de las Fuerzas Armadas Rebeldes mataron al
embajador de EE.UU., John Gordon Mein, en un secuestro chapucero. Expertos de
la policía AID fueron asistidos por oficiales de la CIA actuando en secreto
para establecer un enlace de inteligencia con fuerzas de seguridad y ayudar a
diseñar su estrategia contrainsurgente. Los asesores de EE.UU. construyeron una
nueva academia de entrenamiento para la Policía Nacional y crearon una red de
radio especial para ayudar a policías expertos y funcionarios militares a
coordinar operaciones “en asuntos de alto nivel de seguridad”. Como resultado
de todas estas actividades, las cartas volaban entre Washington y la ciudad de
Guatemala, muchas conservadas en el archivo policial: El jefe del Gabinete de
Identificación, Sergio Lima Morales, busca un set de cámaras con teleobjetivo
para fotografiar las caras de la gente en las manifestaciones. Herbert O.
Hardin, de la Oficina para la Seguridad Pública en Washington, recibe una
petición para entrenar dos oficiales en el manejo de armas. Cinco guatemaltecos
reciben un curso de cuatro meses en la Academia de Policía Internacional sobre
recopilación de huellas dactilares.
La toma de huellas dactilares se convirtió en un especial foco de atención
del programa después de que los asesores de EE.UU. convirtieran a los
guatemaltecos al “Sistema de Clasificación Henry” (llamado así después de que
Sir Edward Henry, un inspector de policía británico desarrollara un método para
la investigación criminal en la India colonial). El sistema Henry mejoró la
habilidad para identificar a un individuo por sus huellas dactilares, archivar
las huellas y buscarlas sistemáticamente. Una vez que el cambio se hizo, las
comisarías en cada departamento administrativo de Guatemala adoptaron el nuevo
método, autentificando su trabajo con un sello de tinta marcado con “oficina de
toma de huellas dactilares Henry”.
Cuando le echaba un vistazo a los documentos del Gabinete de Identificación,
ví el sello característico en uno tras otro de dichos documentos; las huellas
estaban dispuestas en una tarjeta dividida en diez pequeños apartados, cinco en
cada lado para cada mano, cada apartado diseñado para cada uno de los dedos,
desde el pulgar al meñique. Adriana, una mujer joven trabajando con los
archivos de identidad, sacó una tarjeta que habían encontrado semanas antes. La
ficha estaba dentro de un sobre y adjunta estaba una carta enviada por un
agente trabajando en el campo al jefe de la “sección Henry” de la comisaría de
Coatepeque, fechada el 7 de Diciembre de 1974. La carta describía el
descubrimiento de un cadáver pudriéndose, flotando en el río Suchiate en el
departamento de San Marcos, manos y pies atados, golpeado y tirado al agua para
ahogarse “por individuos desconocidos”. Debido al estado de putrefacción del
cuerpo, explicaba el agente, fue incapaz de tomarle las huellas adecuadamente:
“No me quedó más que cortarle los dedos que mejor consideré para el efecto”. Yo
abrí el sobre. En la tarjeta Henry, el policía había de algún modo, cortado y
pegado ocho apergaminadas yemas de dedos, ahora grises con la edad, dentro de
sus correspondientes apartados.
Lupita supervisa el equipo que analiza los documentos del Segundo Cuerpo
del departamento de la policía. (Como muchos de aquellos que trabajan en el
archivo, ella pidió que omitiera su apellido). En el momento de mi visita ella
estaba mirando los expedientes del hospital de la unidad, donde los prisioneros
políticos eran escondidos en una sección clandestina llamada elcuartito o
el cuarto especial.
Los archivos internos del hospital incluían los nombres y las edades de los
detenidos en secreto; Lupita estaba relacionándolos con las listas de los
desaparecidos distribuidos por organizaciones activistas durante el mismo
periodo. Por ejemplo, la Asociación de Estudiantes Universitarios publicó una
lista que incluía al Doctor Carlos Padilla Gálvez, un cirujano que atendía a
las necesidades de los pobres y que fue secuestrado el 26 de Agosto de 1982 en
su hospital en Sololá por hombres armados no identificados. En uno de los
documentos internos del hospital de la policía, Dr. Padilla aparece como
prisionero programado para ser transferido alcuarto especial el 12
de Septiembre. (Padilla fue uno de los afortunados. Dos meses después de su
secuestro, el gobierno ordenó su liberación del hospital del Segundo Cuerpo
después de que miembros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
hiciera una visita personal a Guatemala para investigar su caso y otros casos
de desaparición forzosa).
Foto: Misty Keasler
Como muchos de los investigadores más veteranos en el archivo, Lupita –cuyo
marido fue desaparecido en 1983 –ha ubicado los nombres de la gente que ella
conocía mientras se mueve a través de los expedientes de la policía para la
Oficina del Procurador. En uno de los registros clasificados como “subversivos”
capturados en redadas anticomunistas en los días posteriores al golpe de Estado
de 1954, ella incluso encontró a su abuelo, “que es tan extraño, porque él
siempre dijo `Que se jodan los comunistas´” me dijo con una sonrisa. Lupita
considera su trabajo entre los documentos de la policía “un regalo de vida”. Yo
oí esa frase muchas veces de boca de antiguos militantes convertidos en
archiveros. Ellos son gente cuyos destinos fueron cambiados completamente por
el conflicto –hombres y mujeres, ahora de mediana edad, que renunciaron a
cualquier apariencia de vida normal para unirse al movimiento.
Gustavo Meoño, el director del archivo, tenía diecisiete años cuando dejó
su familia en 1966 para unirse a un grupo radical de Maryknollers americanos
ayudando a los campesinos a establecerse en una región de jungla deshabitada en
Guatemala central. Él se unió a la guerrilla después de que los misioneros
fueran reclamados del país por su orden en 1967. Como consecuencia, Gustavo
nunca asistió a la universidad; él trabajaba de forma clandestina como
organizador, “hablando a los dirigentes sindicales, a los estudiantes, a los
cristianos”, saliendo y entrando en Guatemala de forma secreta hasta que
retornó para siempre a mediados de los noventa. “Yo venía de una familia
pobre”, me dijo, “y fue un shock para ellos, que trabajaban tan duro para
conseguir llevarnos a la escuela”. Gustavo es un hombre alto y con aspecto de
tristeza cuyo sincero estilo inspira a muchos de los empleados del archivo más
jóvenes -así como él inspiró una generación de jóvenes guatemaltecos para que
se unieran al movimiento durante los setenta y los ochenta. Él es el primero en
admitir que la vida clandestina le robó cualquier esperanza de una vocación
–“no tengo capacitación excepto para lo que la vida me ha enseñado” –pero ve el
trabajo del archivo como una extensión natural de la lucha por la justicia que
él dice le consumió durante el conflicto armado. El bagaje de Gustavo no es en
absoluto excepcional dentro del proyecto; gran parte del personal más veterano
que supervisa el esfuerzo para rescatar los expedientes, salieron directamente
de la militancia –antiguos líderes , combatientes de la guerrilla, recaudadores
de fondos u organizadores, que actualmente disfrutan de la oportunidad que les
da la vida para darle sentido a su lucha a través de los documentos que
explican, en parte, el porqué ésta estaba condenada al fracaso desde el
principio.
Primero conocí a Claudina desde su foto de pasaporte, una foto en blanco y
negro pegada en un diario encuadernado que el ejército guatemalteco creó en los
años ochenta. El documento fue robado de los archivos secretos de una unidad de
inteligencia del ejército y se hizo público hace ocho años en una revista
norteamericana. Incluye los nombres de 183 personas secuestradas o asesinadas
por las fuerzas de seguridad, sus alias, sus vínculos a grupos de guerrilla y
detalles sobre sus secuestros y sus destinos. Cada entrada incluye una pequeña
foto de la víctima al lado del texto, fotos que fueron extraídas de los carnets
de universidad, de los carnets de conducir, pasaportes, o cédulas y pegadas en
el libro. Claudina es la número 31. En su foto parece sin miedo y un poco
altiva, su barbilla se mantiene alta, su pelo rebelde, con un rostro franco y
sus cejas arqueadas. Parece una superviviente. Su entrada dice que fue
capturada el 23 de Diciembre de 1983 y liberada dos semanas más tarde.
Nosotras nos encontramos cara a cara en Marzo del 2007 en mi hotel en la
ciudad de Guatemala. Ella era mucho más pequeña que lo que yo había imaginado y
nada altiva, -sino inteligente y profunda, con pequeñas gafas de abuelita y el
pelo todavía rebelde, pero de voz suave con una claridad profunda sobre el
pasado después de años de reflexión y una voz empapada en tristeza. Ella se
descalzó sus zapatos de oficina y se repantigó en mi cama para hablar. Antes de
ser secuestrada, Claudina me contó, ella y su compañero, Víctor, estaban
trabajando para el PGT-PC (una división del Partido Guatemalteco del Trabajo.
Él era un funcionario en la junta directiva del grupo y ella estaba ayudando en
la producción del periódico del partido, Claridad. La pareja vivía junto
a sus dos hijas pequeñas, haciendo malabarismos para conjugar trabajo y familia
con sus actividades clandestinas. Víctor está también en el diario, un hombre
de ojos oscuros y muy apuesto, con una expresión tensa y precavida. Claudina
tenía 39 años y estaba embarazada de su tercer hijo cuando él fue asesinado por
fuerzas del gobierno. Según los informes encontrados en el archivo de la
policía (que Claudina todavía no ha visto), él fue disparado el 1 de Noviembre
de 1983 por seis “individuos desconocidos” que conducían un Ford Bronco sin
matrícula, quienes persiguieron su furgoneta azul hasta que chocó con el otro
coche. Víctor fue sacado a rastras de la furgoneta por los atacantes y llevado
lejos en su camioneta. “Al día siguiente (1- XI- 83) a eso de la 01: 30 h de la
mañana, a un costado del mercado de Artesanías de la zona 13, fue encontrado el
cadáver…presentando varias impactos de bala en diferentes partes del cuerpo”.
Lo que más me impresionó sobre Claudina durante nuestra entrevista fue su
rechazo al victimismo. “Todo esto fue una consecuencia de una elección que
hicimos –conscientemente, con madurez”, dijo. “Fue una consecuencia de nuestra
lucha, durante la cual supimos que la vida podía ser muy corta”. Claudina fue
secuestrada siete semanas después de que Víctor fuera asesinado. Ella fue
llevada a una habitación en algún lugar con una capucha sobre su cabeza. Ella
pasó los siguientes doce días en un colchón bajo una bombilla desnuda. Pasó el
tiempo anotando todas las palabras en inglés que podía recordar y contando los
ladrillos de las paredes que la rodeaban. Ella no fue físicamente torturada,
pero sus captores le provocaban sobre Víctor y le amenazaban con hacer daño a
sus hijos. Mientras ella estaba siendo retenida, el ejército vació su casa –“arrancaron
el teléfono, arrancaron las cortinas, todo, principalmente nuestros documentos”
–incluso sus álbumes de fotos. Como consecuencia se quedó sin fotos de esa
época de Víctor. Al final, decidieron que ella era insignificante para ellos y
la dejaron libre, advirtiéndole que tendría que hablarles sobre otros
subversivos si quería vivir. Ella escapó a México y allí fue donde vio el
diario por primera vez, en 1999.
“Fue tan desconcertante”, recuerda. “Cuando Víctor murió, su cara se fue
volviendo borrosa para mi. No podía recordar exactamente cómo era. Eso siempre
me preocupaba. Intentaba recordarle, pero era incapaz de imaginar sus rasgos
claramente. Entonces yo volví la página y ví su fotografía. Quedé impactada.
Fue como de repente tenerle allí en la habitación conmigo”. Ella encontró
también a otros en el diario, amigos, colegas, sobre quienes no había pensado
en años. Verles, “leer esas páginas fue remover el miedo, remover el coraje,
remover la impotencia…Porque en el diario están los datos que dicen “se
capturó” –entonces, al leerlo como una cuestión totalmente normal o lógica, no
sé, se regresa a ese momento. Entonces el recuerdo, que estaba como allí
metidito en algún lugar, vuelve hasta el presente como en el momento pasado. Y
despierta un tipo de ansiedad de …de ganas de hacer algo y
creo que en ese momento también es cuando me surgió una inquietud que allí se
quedó, porque no había tenido la capacidad de impulsarlo ni hablar con nadie.”
Claudina volvió a Guatemala en el 2000 y comenzó a trabajar para una
organización de Derechos Humanos. Su hijo –quien fue, como él me señaló,
secuestrado también, cuando como bebé estaba dentro de Claudina al ser raptada
–tiene 23 años ahora y trabaja como uno de los investigadores en el archivo de
la policía. Él se parece a Víctor. Fue él quien encontró los documentos sobre
el asesinato del padre que nunca conoció.
La supervivencia del archivo de la Policía Nacional puede parecer difícil
de comprender. Pero su destrucción habría contradicho la fuerza que guía a la misma
burocracia. “Registro, luego existo”: los expedientes son la prueba del poder
de un gobierno. Ellos protegen la historia de sus funcionarios, de su
importancia, logros e investigaciones. Durante el tiempo del terror de Estado,
incluso los documentos más incriminatorios pueden no ser eliminados, porque los
agentes responsables de ellos creen que sus instituciones sobrevivirán para
siempre. Y después, es a menudo demasiado tarde. Regímenes duraderos como los
de Guatemala producen un enorme sendero de papel, que no puede hacerse
desaparecer de la noche a la mañana.
Pero los ciudadanos también necesitan los expedientes. El archivo hace
mucho más que confirmar simplemente su estatus como víctima; preserva y
restaura su historia. Lo que contienen los archivos de represión en países de
todo el mundo es prueba no solamente del abuso brutal, sino también del desafío
y de la protesta social –un rechazo, incluso durante los periodos más intensos
de la violencia de Estado, de un proyecto político y económico de un régimen y
una reinvención de lo que el país podría llegar a ser.
Foto: Misty Keasler
Investigador en el archivo (arriba) y tres documentos de identidad.
Hoy, el archivo de la policía guatemalteca bulle de actividad con un
propósito. Los coches averiados que abarrotaban su entrada han sido apartados.
El pequeño patio delantero ha sido barrido y una valla rodea los edificios.
Dentro, más de doscientas personas trabajan en los archivos: algunos los
limpian, algunos los meten en cajas, otros los leen o los pasan a ordenadores
comprados con la ayuda de donantes europeos. Hay ocho escáneres de última
generación que trabajan dieciséis horas al día; más de tres millones de páginas
han sido digitalizadas hasta ahora.
“Hemos hecho un inventario completo de todo lo que tenemos ahora y lo
actualizamos cada día”, Gustavo me contó. “Quiero un archivo que esté ordenado,
organizado y accesible. Ese es mi sueño. Pienso acerca de ello todo el tiempo
–con las estanterías alineadas y cada cosa en su sitio. Quiero que la
investigación continúe indefinidamente, que nada pueda ocurrir que lo destruya
o interrumpa el trabajo”. Él hace una pausa. Está absorto. Los años de lucha,
la juventud perdida, las esperanzas dispersas, los compañeros muertos acaban
aquí. “Quiero crear un museo, un centro de la memoria. Es otro sueño. Este
lugar debería limpiarse de toda la basura para que podamos construir un parque
y plantar árboles con los nombres de los desaparecidos. Será un bosque
de la memoria.”
Kate Doyle es analista senior y directora del Proyecto de Documentación de
Guatemala del Archivo de Seguridad Nacional. Este artículo ha sido publicado
originalmente en Harper’s Magazine, diciembre de 2007.
Traducido del inglés para Pueblos por María de la Luz Callejo Muñoz
Publicado por Marvin Najarro
CT., USA.
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